Soledad

26.07.2020

San Juan Pablo II en un libro que reúne sus respuestas a una larga entrevista[1] al abordar el tema de la cultura pone a ésta en relación con el relato de la creación en el Libro del Génesis, particularmente con la bendición que da Dios al hombre y a la mujer, a la vez que les da una misión cuando les dice:

"Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que se mueven sobre la tierra"[2].

Juan Pablo II entiende que la cultura surge del desarrollo de este mandato.

Sin embargo antes de abordar la cultura de esta manera él ha llamado la atención al texto del Libro del Génesis que dice con respecto a la creación del ser humano: "No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada"[3]. Crea entonces Dios a todos los animales y le pide al hombre que les ponga nombre, por último crea a la mujer[4] porque no encontró en los animales la ayuda que deseaba[5], y el hombre reacciona con gran alegría reconociendo en la mujer su igual y compañera con la expresión "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!"[6]. Obtiene así la ayuda, que en el fondo es verse así mismo y nombrarse, pero cabe la pregunta si queda erradicada soledad del ser humano. Hay que reflexionar al respecto.

Yo no había notado la importancia de la soledad del hombre y cómo ella condiciona la creación, incluso la de su compañera, que en realidad es parte de su propio ser. El establecimiento de la relación es el comienzo de la cultura, pero la relación surge de la necesidad que le es previa, surge de la soledad.

Sin negar esa etapa del proceso posterior, que el Papa señala como fundante de la cultura, yo me atrevería a decir que ella surge del deseo profundamente arraigado en el ser humano que brota de la soledad. Es un deseo que mueve a una búsqueda, así en primer lugar a nombrar otros seres y a construir un entramado de relaciones que dan pie a la cultura.

Este deseo está en la raíz de pecado de Adán y Eva[7], en la pretensión de ser como Dios. El deseo fundamental nos empuja hacia Dios, pero ese deseo puede desviarse hacia una especie de avaricia que es idolatría[8], una falta de confianza y en definitiva egoísmo. El relato de la Torre de Babel es otra instancia de este proceso[9], y me parece que no es casualidad que en esta instancia el lenguaje se fragmente y que surja la incomprensión y al violencia. La cultura es una encrucijada problemática pero irrenunciable.

Es preciso entrar en el misterio de nuestra soledad en la que anida el deseo que nos impulsa hacia Dios y a construir el tejido de relaciones que en definitiva da sentido a la vida, pero sin el reconocimiento de esa soledad, en la que se esconde nuestra identidad, el deseo se desvía y lleva a la ruina porque estaremos buscando sentido donde no puede encontrarse.

¿Cómo nos ubicamos los monjes ante esto? Para los que hemos bebido de la fuente cisterciense, el deseo más profundo en el corazón del hombre es un elemento que engendra cultura porque impulsa a la relación; ese deseo que en definitiva es insaciable, un deseo siempre en búsqueda del sujeto definitivo, y en el que cada instancia de satisfacción añade algo a lo recibido pero no lo agota, es el deseo de Dios. La clave está en la autenticidad de la búsqueda.

La cultura brota de lo profundo del ser humano, de la soledad intrínseca que engendra el deseo. Así la cultura es un producto derivado de la relación del ser humano consigo mismo y con su Dios. El monje cultiva la soledad y al hacerlo se cultiva y cultiva el mundo, depura su deseo y reconoce su raíz: Dios mismo, su Creador que lo ha asemejado e imaginado a sí. El monje, pero también todo ser humano, está llamado a reconocerse en Dios, así la memoria de su origen es la clave de su identidad.

El monje no rehúye la soledad ni rechaza la comunidad porque sabe que la una sin la otra carece de sentido. Sin soledad no hay comunidad sino el agregado de la masa deshumanizada; sin soledad no hay persona porque no hay identidad. El monje sabe o intuye esto, aunque también sabe que su forma de soledad no es la forma de todos.

Por otra parte, sin comunidad, sin relación, con Dios y con los demás tampoco hay humanidad ni posibilidad que el deseo que nos viene de Dios obtenga su forma más profunda y verdadera, y su satisfacción.

En la soledad el monje explora la raíz de su deseo y descubre que es Dios mismo, que lo ha creado con ese vacío que es la puerta a la comunión con Él y con los demás.

Hay una necesaria polaridad creativa entre la soledad y una comunidad en la que la persona se reconoce en la relación con su entorno, particularmente el humano y con su raíz en Dios. El equilibrio necesario entre soledad y comunidad es fácil que se rompa y en la cultura contemporánea se ha roto. Nosotros estamos, y la vida monástica siempre ha estado, en la dinámica de sostener el equilibrio en el que se constituye la verdadera humanidad y su cultura.

La verdadera identidad surge de la relación con Dios que nos ha creado con ese vacío que es la fuente de nuestro deseo de Él; es un trabajo personal y comunitario a la vez en el que nuestra vida monástica se ubica y en él tiene pleno sentido, y es fuente de cultura, la propia nuestra antigua y en constante desarrollo, en eso estamos y nos afecta profundamente como personas, es el camino de conversión e iluminación tan monástico y cisterciense.

P. Plácido Álvarez.

[1] Memoria e identidad. Editorial Planeta Venezolana, Caracas, 2005. [2] Génesis 1, 28. [3] Génesis 2, 18. [4] Génesis 2, 21-22. [5] Génesis 2, 20. [6] Génesis 2, 23. [7] Génesis 3, 1-7. [8] Cf. Colosenses 3, 5. [9] Génesis 11, 1-9

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